Medir la felicidad

A primeros de septiembre varios medios ofrecían los resultados del ranking 2023 de Ciudades Felices, elaborado por el Institute for Quality of Life y el Happy Center Hub, de Londres. Bilbao aparece como la ciudad más feliz de España y en el puesto 69 de las 200 más felices del mundo. Además de satisfacción y de orgullo para Bilbao, la noticia invita a realizar algunas consideraciones sobre la medición de la felicidad.

La medición, en general, la referimos espontáneamente a las entidades físicas; por ejemplo, medir la longitud del salón o pesar la maleta. Cuando se trata de la felicidad, sin embargo, carecemos del recurso a un instrumento semejante al metro o a la báscula. No disponemos de un «felizómetro». Como experiencia subjetiva, la medición de la felicidad es, o ha de ser, en última instancia, el juicio de la persona al preguntarle en qué grado de felicidad, en conjunto, se sitúa. Esto plantea el problema de la fiabilidad de la medición, dada la influencia de la variabilidad del estado de ánimo y los sesgos de la memoria al evaluar el conjunto de la vida, así como la concepción que cada persona tiene de la felicidad.

En la práctica, una simple pregunta («¿En qué grado se siente feliz?», o «¿Cómo puntuaría su satisfacción con la vida?») que se responde en una escala, por ejemplo, de 1 a 10. O un cuestionario con varias preguntas que convergen en describir la satisfacción personal con la vida. Y algún otro procedimiento semejante.

El estudio del Instituto para la Calidad de Vida de Londres ha valorado cuantitativamente 5 categorías que agrupan 24 áreas de actividad. Presta atención a la educación, políticas de inclusión, movilidad, economía, protección del medio ambiente, acceso a zonas verdes, innovación, etc. Sin embargo, me parece que no recoge el juicio o valoración subjetiva de una muestra representativa de las personas que viven en cada ciudad, sino el grado objetivo de bienestar o de calidad de vida de la ciudad.

Nivel de bienestar y calidad de vida no equivalen a nivel de felicidad. Puede ocurrir que no coincida el índice de calidad de vida con el grado de felicidad que experimenta el promedio de las personas de esa ciudad. Es verdad que la pobreza no favorece la felicidad, pero tampoco la prosperidad la garantiza. Olvidando el cuento de «El hombre feliz sin camisa», es deber de los gobernantes procurar un nivel satisfactorio de bienestar en un sociedad justa, y solidaria, libre de cualquier tipo de esclavitud. Las palabras «esclavos» y «felices» solo se asocian correctamente en el título de la conocida ópera del genial músico bilbaíno Juan Crisóstomo Arriaga.

¿Se puede medir la felicidad de una ciudad o de una nación? En la década de 1970 el soberano del pequeño estado de Bután en el Himalaya tuvo la originalidad de establecer el Índice de la Felicidad Nacional Bruta. Importante aportación el completar con este indicativo el del Producto Nacional Bruto. Porque la felicidad no es solo un asunto individual. Desde el siglo XVIII se ha explicitado la tarea de los que rigen el estado de poner los medios para que las personas puedan conquistar la felicidad. Así aparece, por ejemplo, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, en la Constitución Española de 1812 o en la Resolución de las Naciones Unidas de 2012. Señala esta Resolución que «El camino hacia la felicidad requiere de valores fundamentales como la generosidad y la compasión».

La felicidad no es un concepto unívoco. Desde la Grecia Clásica se diferencia entre una felicidad equivalente a sentirse bien, o a una vida placentera (felicidad hedonista) y una felicidad consistente en actualizar las potencialidades como persona (felicidad eudemonista). La auténtica felicidad incluye las dos: sentirse bien, pero, además, desarrollarse como persona social. Hace pocos años, el psicólogo Martin Seligman, reconocido experto en el tema, esquivó el concepto equívoco de «felicidad» y los sustituyó por el mucho más rico de «florecer».

La realidad de la globalización implica que la calidad de vida y la felicidad no son un asunto meramente local o nacional, sino mundial. Surge la pregunta relativa a las ciudades que no están entre las 200 incluidas en el ranking. ¿Se reparte el bienestar y la felicidad de forma equitativa dentro de cada una de las 200 ciudades más felices?

Son varias, pues, las preguntas que surgen sobre este ranking de la felicidad u otros semejantes. No se trata de eliminarlos ni de ignorarlos, sino de relativizarlos y de comprender mejor la auténtica felicidad y su compleja evaluación.

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